La liberación de las masas
De todas las barbaridades cometidas por los seres humanos contra otros seres humanos, sin duda, la más paradigmática son los campos de concentración que los nazis construyeron para el exterminio sistemático de todos aquellos que no se ajustaban a su ideal o, sin más, no compartían su ideología. Más de seis millones de seres humanos, por una razón u otra, tan prosaica como ser judío o comunista u homosexual fueron despojados de su dignidad, esclavizados, explotados y, por último, asesinados, bien por las duras condiciones de vida o bien mediante el uso de las tristementes famosas cámaras de gas. Cuando las tropas alidadas liberaron los campos las fotos de las pilas de cadáveres y de los famélicos supervivientes dieron la vuelta al mundo añadiendo una pátina siniestra a la ya atroz experiencia del mayor conflicto bélico ocurrido hasta la fecha.
No era la primera vez, ni será la última, que alguien se toma la molestia de tratar de exterminar al adversario en vez de someterlo, como hacen las «potencias decentes», pero sí, probablemente, la más organizada y documentada. Incluso la empresa IBM echó el resto para desarrollar las tecnologías que permitieron clasificar y exterminar seres humanos de una forma precisa, sin apenas errores, mediante fichas perforadas numeradas cuyo identificador tatuaban en los prisioneros. La tecnología y la burocracia fueron la clave del éxito. Aunque esto se supo más tarde cuando durante los juicios de Nuremberg en vez de monstruos sádicos y sin entraña moral el público se topó con funcionarios grises preocupados por hacer girar su rueda engranada lo más eficientemente posible sin preguntarse, o preocuparse, sobre cuál era el objeto último de todo aquel mecanismo. «La banalidad del mal».
El mundo contrariado y en estado de estupor se preguntó, entonces, cómo había sido posible, cómo personas normales, cualquiera de nosotros, podíamos formar parte de algo tan terrorífico sin que, en la mayoría de los casos, pareciera afectados por remordimientos. Nos creíamos vacunados de tanto espanto pero ¿acaso aquella locura podía volver a pasar?
Una de las personas que trato de dar una respuesta fue el psicólogo Stanley Milgram. Milgram se alejó del planteamiento moral tópico (con el que irónicamente se siguen valorando con superficialidad los resultados de su estudio) para tratar de esbozar una teoría evolutiva. Para ello diseñó su ya famoso experimento y recogió sus notas y conclusiones en su ensayo «Obediencia a la autoridad».
El experimento básico planteaba un escenario en el que se estaba llevando a cabo un estudio científico para determinar la influencia del castigo físico en el proceso de aprendizaje. En una habitación se introducía a un sujeto al que se le ajustaban unos electrodos conectados a un generador eléctrico mientras que en la habitación contigua, aislada visualmente de la primera, otro sujeto controlaba una botonera que provocaba, al primero, descargas de intensidad variable de entre 15 y 450 voltios. Un tercer sujeto, el científico, controlaba el experimento. El sujeto al mando de la botonera debía leer primero una serie de palabras relacionadas, tales como «coche grande», «casa bonita», etc que el segundo tenía que memorizar. Luego el primer sujeto volvía a leer la primera palabra de cada par y el otro responder con la palabra relacionada. Si este fallaba recibía una descarga, cada vez más intensa con cada fallo. Tanto el científico como la persona atada a los electrodos eran actores o miembros del equipo científico mientras que el tercero, el que suministraba las descargas, era el que estaba siendo, en verdad, estudiado. Se trataba de ver hasta dónde era capaz de llegar una persona normal a la hora de suministrar descargas, de torturar al cabo, a un desconocido por el simple mandato de la autoridad, el científico, que sólo podía condicionarle con cuatro frases preestablecidas, dichas con firmeza pero sin tono amenazante.
Por su parte el sujeto supuestamente castigado empezaría llegado determinado nivel a proferir quejas cada vez más vehementes hasta llegar a expresiones de dolor e, incluso, gritos. El «torturador» podía abandonar en cualquier momento el experimento con solo pedirlo sin perjuicio si quiera de dejar de cobrar la paga que se les ofrecía como cebo.
¿Hasta qué nivel de descargas llegarían los sujetos de prueba y en qué momento desobedecerían a la autoridad? Antes de iniciar el experimento Milgram hizo una encuesta entre otros psicólogos y estudiantes de psicología así como entre un grupo de gente adulta sobre hasta dónde creían ellos que sería capaz de llegar una persona cualquiera. La mayoría de ellos respondieron que casi todos se habrían negado a pasar de los 150 voltios y sólo algunos sádicos serían capaces de llegar a los 300. Ninguno de los encuestados creyó posible que se llegase a la descarga máxima de 450 voltios.
Habría que aclarar ahora que lo que se llama el experimento de Milgram son, en realidad, una serie de 18 experimentos con variaciones respecto al descrito anteriormente. El primer grupo de estos experimentos trataba de valorar cómo afectaba al comportamiento del sujeto de estudio la lejanía o proximidad del sujeto de prueba de su víctima. Así en el primer experimento el sujeto de prueba no tenía contacto ni visual ni auditivo con la persona a la que administraba la descarga que se comunicaba mediante indicadores luminosos. Podía, no obstante, sentir las patadas contra la pared que este emitía en señal de protesta por las descargas. De 40 sujetos de estudio 26, el 65%, dos terceras partes, llegaron a administrar la máxima descarga de 450 voltios, aunque todos ellos suministraron descargas iguales o superiores a 300 voltios. Este porcentaje apenas varió con contacto auditivo y sólo cayó al 30% cuando, en el cuarto experimento, se permitió el contacto físico entre uno y otro. La mayoría de los sujetos de prueba seguían suministrando descargas incluso cuando el otro tras proferir alaridos de dolor dejaba de responder como si estuviera inconsciente… o muerto.
Merece la pena destacar, por dar más énfasis a esta aparentemente irracional obediencia a la autoridad, el Experimento 14, «La autoridad como víctima», en el que se intercambiaban los papeles de víctima y autoridad de tal forma que ahora era el científico quien recibía las descargas mientras que el actor, supuestamente otro sujeto de prueba, quien pronunciaba las frases para proseguir con las descargas. En este caso ningún sujeto de prueba, de un grupo de 20, sobrepasó los 150 voltios y todos desobedecieron las órdenes del «tipo normal» que les pedía que, por favor, siguieran electrocutando al científico. Incluso en la variación 15 del experimento, «Dos autoridades, preceptos contradictorios», en el que tanto la víctima como la autoridad eran científicos se sobrepasó el nivel de 165 voltios.
¿Por qué obedecemos a la autoridad? Como hemos anticipado Milgram razona una teoría evolutiva. El grupo ha tenido más posibilidades de perpetuarse que el individuo y dentro de estos grupos tienen más ventaja aquellos mejor organizados. La organización implica estructura y la estructura conlleva autoridad. Además aquellos grupos con una mayor armonía interna evitarían el desafío a la autoridad que podría provocar violencia y el debilitamiento del conjunto. Sin percatarse el individuo crece y se desarrolla en medio de estructuras de autoridad. La familia es la primera de ellas, donde empieza la educación del niño en la aceptación de preceptos autoritarios que aún sin comprenderse, porque el niño aún no está capacitado para ello, deben ser obedecidos. Más tarde, la escuela o el colegio, constituye otra estructura de autoridad: un sistema institucional de autoridad. Durante las dos primeras décadas de nuestra existencia vivimos subordinados a la autoridad, con una capacidad de elección circunscrita a unos estrictos límites prefijados. Se nos enseña a buscar la armonía social, que no es más que la internalización del orden social y se nos marca, con luces y recompensas, el camino que debemos seguir para alcanzarla. Milgram escribe: «controla el modo como interpreta un hombre su mundo, y has dado un gran paso en pos del control de su comportamiento». Ideología, propaganda… no son más que interpretaciones de los acontecimientos que nos dicen cómo debemos definir la situación y qué sentido debemos darle. Es decir, nos sustraemos de la responsabilidad de valorar el sentido o consecuencias de nuestros actos que dejamos en manos de la autoridad: dejamos de considerarnos responsables de nuestros actos porque, creemos, es la autoridad quien debe valorarlos.
Pero, entonces, ¿por qué desobedecemos? Porque aun formando parte del grupo también seguimos siendo individuos dotados de autonomía precisamos de reglas propias. No somos completamente sumisos a la autoridad en tanto que nosotros mismos debemos poder ejercer de autoridad. Y en tanto que parcialmente insumisos toda orden que menoscabe nuestras propias reglas nos provocará una tensión emocional que deberá ser resuelta del algún modo. La desobediencia constituye, acaso, el más extremo y complicado de todos. El difícil camino a la desobediencia, según Milgram, tiene varias fases: duda interna, externalización de la duda, disensión, amenaza y, por último, desobediencia. Cuando surge la tensión el individuo intenta, primeramente, realizar ajustes cognoscitivos tales como la evasión, tratando de no percibir los estímulos sensitivos que provoca su acción: girar la cabeza para no ver, elevar el tono de voz para no poder oír. Otras veces niega las evidencias, como que las descargas eléctricas sean realmente doloras o peligrosas, o la responsabilidad en los actos. Pero cuando todo es demasiado patente y estos subterfugios no funcionan empieza una fase de compatibilización con la autoridad en la que se trata de cumplir sus órdenes a la par que las propias, por ejemplo, acortando el tiempo de las descargas o modulando la voz para indicar cuál es la respuesta correcta. Si la tensión no se disipa esta puede exteriorizarse en forma de sudores, temblores, risas nerviosas, etc. Pero otras veces esos signos externos pueden tomar la forma de disensión. Sin llegar romper los lazos jerárquicos se trata de persuadir a la autoridad de lo errado de la situación. El sujeto se muestra contrario pero no desobedece abiertamente. Tratará de negociar una salida con la autoridad y si fracasa y el individuo posee el coraje suficiente la disensión se convertirá en amenaza. Finalmente, tras haber agotado todos los demás medios, desobedecerá. Pero incluso habiendo elegido la opción moral correcta el precio de la desobediencia es alto ya que el individuo sentirá que ha turbado el orden social y traicionado una causa a la que había prometido su apoyo. Queda claro que obedecer siempre es mucho más sencillo que desobedecer.
Pero quiero terminar con el Experimento 17 para que sea el corolario y el resquicio de esperanza de este texto. Milgram le puso a esta variación el evocador nombre de «Rebelión de dos Iguales». La variación consiste en que las subtareas de leer las tuplas de palabras, valorar el resultado y administrar las descargas estarán asignadas a tres personas diferentes. El que administre las descargas seguirá siendo el único sujeto de estudio pero ahora estará arropado por dos iguales. Y estos dos iguales, llegado el momento, se rebelarán contra la autoridad y, aunque permanecerán en la sala, se negarán a proseguir el experimento: desobedecerán. Si en el resto de los experimentos, casi invariablemente, un 60% llegaban hasta el límite de las descargas ahora este porcentaje caerá hasta el 10%, sólo 4 de 40. Parece que la desobediencia es contagiosa y mientras que para el individuo es prácticamente imposible sublevarse por sí mismo lo hará en muchísima mayor medida si sus iguales lo preceden. No es de extrañar, por tanto, que las autoridades traten de «modular» las manifestaciones.
J. Oliván