Vivimos en un mundo en el que la preocupación por la igualdad, en todos los aspectos, está cada vez más presente entre la población. Hoy en día cada vez son menos los obstáculos que encontramos por cuestiones de género, raza o religión, lo cual es algo de lo que debemos sentirnos orgullosos.
A pesar de los grandes avances que se están llevando a cabo, hay algo que realmente me preocupa, y es la extrema obsesión de algunas personas que, en su afán de conseguir ese ansiado fin, terminan generando de forma sutil esa desigualdad que pretenden erradicar. En esta plancha voy a centrarme en la igualdad entre hombres y mujeres.
Me gustaría comentar algunos ejemplos de lo que, a mi humilde parecer, son prácticas erróneas que parecen estar pasando desapercibidas y que sinceramente pienso que acabarán pasando factura.
En primer lugar, se está convirtiendo casi en una obligación mencionar a ambos géneros en nuestros discursos. Hay quien tacha de machista a quien, como yo, utilizamos el idioma con propiedad y tratamos de ser claros y concisos. Diciendo que “todos y todas estamos contentos y contentas de haber sido merecedores y merecedoras de cierto reconocimiento”, introducimos información redundante que podemos omitir con tan sólo saber que, en español, los plurales se forman en masculino. Me parece importante decir también que expresándonos de este modo estamos sugiriendo al lector en todo momento que realmente no somos iguales.
– ¿Soy yo el machista por hablar de todos cuando hay mujeres en el grupo, o quien intenta crear un conflicto por el mero hecho de que yo intente ahorrar palabras innecesarias?
Esta obsesión por el género nos lleva también a utilizar palabras como “concejala” o “modisto”. Me gustaría recordar que, en español, el sufijo “ista” hace referencia a personas que realizan determinada actividad, como son los paracaidistas (gente que salta en paracaídas) o los tenistas (gente que juega al tenis).
En segundo lugar, se está promoviendo la paridad en determinados puestos de trabajo, lo cual pretende que el mismo número de hombres que de mujeres desempeñen cierto papel. Lejos de fomentar la igualdad, esta práctica permite excluir a las personas mejor cualificadas por razón de género, y por tanto introduce desigualdad con el objetivo de eliminarla. De nuevo, surgen en mi mente preguntas como:
– ¿Es correcto entonces dejar fuera a una mujer altísimamente preparada porque si la contratamos superaremos el 50% de mujeres?
– ¿Preferimos que nos gobiernen los más preparados, o mejor nos fijamos en su género?
Podría nombrar muchos más ejemplos en los que la igualdad se está aceptando como positiva y normal, como son las pruebas físicas para los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, la duración de la baja por paternidad que puede disfrutar un hombre, el resultado desigual en casos de divorcio, las normas de vestimenta en las empresas y tantos otros, pero probablemente dedique una plancha a ello en un futuro.
En cambio, sí me gustaría reflexionar sobre algo que me parece interesante y que creo que se está pasando por alto. Ni que decir tiene que hombres y mujeres somos, o al menos deberíamos, iguales ante la ley, debemos disfrutar de los mismos derechos, tener las mismas oportunidades y atender las mismas obligaciones. Pero, ¿es descabellado pensar que, en realidad, sí hay algo innato que nos diferencia?
Recuerdo mis tiempos de instituto, yo siempre fui un “cerebrito”, tenía las mejores notas de la clase. Pero atendiendo al grupo en su conjunto, las chicas escribían con una letra más clara, eran más organizadas y, en general, obtenían mejores calificaciones.
Recuerdo también las preocupaciones que, como adolescentes, unos y otros teníamos. Los chicos andaban pensando en su éxito con las chicas, la fuerza que tenían y lo buenos que eran en los deportes. Las chicas se centraban más en su físico, en los problemas con sus amigas y sus padres, y en algunas otras cosas que a mí no me contaban.
Después llegué a la universidad, donde dejé de ser ese estudiante brillante, me aficioné al mus y suspendí todas mis asignaturas en febrero. Yo estudié una ingeniería y no tardé en darme cuenta de que las aulas estaban llenas de, en su mayoría, varones. Carreras como las Ingenierías, Arquitectura, Matemáticas y otras tantas sufrían una ausencia sorprendente de mujeres. En cambio, otras como Medicina, Enfermería, Magisterio o Derecho estaban repletas de ellas, y en éstas escaseaban los hombres.
¿Será que ser médico es “de chicas” y ser ingeniero es “de chicos”? No creo que esa sea la cuestión, y tampoco sé si esa tendencia sigue vigente o fue sólo algo casual en mi generación académica, lo que sí sé es que las cifras hablaban por sí mismas. Esto me lleva a preguntarme:
– ¿Y si realmente hay rasgos físicos, emocionales o intelectuales que hombres y mujeres no desarrollamos del mismo modo, o al mismo nivel?
Desde luego, la generalización es habitualmente un error, pero soy de la opinión de que hay algo en nuestro ser que nos hace distintos. Tal vez las mujeres tengan una sensibilidad, una empatía y un afán de querer a los demás que los hombres no llegamos a desarrollar del mismo modo. Tal vez los hombres tengamos más curiosidad, unas ganas locas de – como se dice coloquialmente – trastear, o cacharrear. O tal vez todo esto carezca de sentido y yo esté completamente equivocado, quien sabe.
En cualquier caso, me parece importante entender los rasgos distintivos de cada persona o colectivo, si es que los hay, y utilizarlos como una oportunidad en lugar de como una amenaza. Creo firmemente que hay que explotar las virtudes de cada uno, aprovechar aquello en lo que destaque, y verlo como una ocasión para que el resto podamos aprender de ello y mejorarnos como personas.
Cuando aprendamos a darle importancia sólo a las virtudes de cada uno, sin importar su género, raza, religión, condición sexual, procedencia y cultura, cuando aprendamos a comunicarnos con respeto y sin buscar segundas intenciones donde no las hay, cuando veamos las diferencias como un medio de enriquecimiento personal, conseguiremos un mundo mejor, más sabio y más justo.
14/08/2016
L.L.