La pérdida de valores en la sociedad, y una oportunidad de recuperarlos.

Es, y siempre ha sido, un apasionante tema de debate reflexionar qué comportamientos del hombre son innatos y cuáles moldeados por la sociedad en la que se desenvuelve. No será mi objetivo en estas líneas aclarar tal asunto, pero sí me interesaría echar algo de luz sobre lo que, en mi opinión, podría dar pie a una serie de razonamientos que conseguirían darnos algunas respuestas al respecto.
 La historia, como no podía ser de otra forma, comienza en los orígenes del ser humano. Aquel mono desnudo que encontró su nicho ecológico en lugares en los que nunca ningún congénere osó indagar podría ser la clave de todo lo que en la actualidad ocurre en el mundo. Nunca deja de sorprenderme el hecho de que todos provengamos de un grupo de humanoides que, un buen día, fueron más allá. Aquella “Eva mitocondrial” quedó grabada en nuestro interior para siempre, recordándonos esa deuda genética que nos acompañaría en nuestro camino.
 Así pues, ¿cómo pudieron ser aquellos seres humanos primigenios? ¿Qué comportamientos hemos heredado en el paso de los siglos? Para aclarar estas respuestas hay muchos parámetros que se pueden tener en cuenta, pero yo, para abreviar, me centraré en uno; aquellos primeros hombres se establecieron en tribus.
 Cuando uno forma parte de una tribu, hay ciertos valores innatos que se sobreentienden, ya que, o empezamos nuestro viaje con ellos, o fueron finamente moldeados por la selección natural en los siglos posteriores. Para llevar ese tipo de vida es necesario tener una gran capacidad de comunicación, de empatía, de amar e incluso de autocontrol. La inmensa mayoría de los seres humanos de hoy en día disfrutan de estas características, por lo que podemos asumir que son tan naturales a nuestra especie como los genes que sintetizan la hemoglobina.
 Por otro lado, no todo fue un camino de rosas en la tribu original. Muy pronto, aquellos primeros caminantes tuvieron que vérselas con fieras enormes, terrenos abruptos, climas inhóspitos o la competencia de otras tribus. Por la misma regla de tres, deberíamos considerar que otros valores nos acompañaron (o fueron seleccionados), desde aquel principio. La audacia, la curiosidad, la capacidad de trabajar duro y, ¿por qué no?, la violencia… son otras muchas cualidades que hemos heredado de nuestros ancestros.
 Ahora bien, las tribus muy pronto se convirtieron en hordas, y aunque la mayor parte de nuestra epopeya fue así, (marcando una impronta muy poderosa),  Sapiens tuvo muy pronto que organizarse en complejas estructuras sociales. Los pueblos, las ciudades, los estados y los imperios fueron conglomerando a masas de individuos nunca antes vistas. La agricultura, la ganadería, los gérmenes, las guerras, la política, el arte o la religión fueron también dejando huellas (innatas o impuestas), en aquel mono desnudo que ya no podía dar marcha atrás.
 Desgranar aquí uno por uno todos estos valores es imposible, ya que en ellos va la historia de la Humanidad, pero para finalizar este escrito me centraré en uno de ellos. El salto es grandioso, pero es necesario para atinar, por lo menos, en uno que, a mi entender, está sufriendo un transcendental cambio: la fe.
 Cuando aquellas ingentes multitudes de personas se convirtieron en masa, los poderes reinantes tuvieron que crear religiones u otras instituciones para controlarlas. El éxito de esta insólita empresa no hubiera sido posible de no haber existido cierta predisposición por parte del hombre hacia la fe y el sentimiento místico. Sapiens domina el mundo, pero sigue tan asustado como aquel mono que se encaramó a una rama para huir del depredador. La muerte, la humillación, la carestía y, sobre todo, lo desconocido, horrorizan doblemente al animal y a la persona que llevamos dentro.
 La fe, el misticismo, los rituales o la creencia en deidades sobrenaturales se extendieron por la Humanidad sembrando a su paso consuelo y terror. Durante milenios fueron el nexo que, como una espada de doble filo, mantuvieron aquel artificial estado llamado Sociedad, en el que tan extraño y cautivado se encontraba aquel ser tribal. Con paciencia, también ellos dejaron su marca en el hombre, alojándola en proporciones imposibles de precisar en sus cualidades innatas, docentes, su cultura, o incluso su “conocimiento colectivo”.
 En la actualidad, sobra decir que unas pocas religiones atesoran a la mayor parte de los miembros de esta prolífica especie, y que, salvo preocupantes desviaciones, todas coinciden en ciertos valores positivos para el mantenimiento de los engranajes de la Sociedad, (muchas veces a costa de la libertad personal). De cualquier forma, una fuerza nueva, desconocida en los anales de la Tierra, ha irrumpido con vehemencia en la Humanidad: la Ciencia.

DW

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