Una clara confusión

Aquella tarde viajaba hacia aquella ciudad situada en el extremo fronterizo de la paradoja, una ciudad en la que habían mandado a vivir a todos los alcaldes del país porque los ciudadanos, cansados de ellos, habían tomado los ayuntamientos y habían decretado que ningún alcalde podía vivir en la ciudad que Gobernaba. ¿Viviría también allí el alcalde de la ciudad, me preguntaba constantemente? Aparqué mi coche en el parking del hotel que un amigo me había recomendado y me dirigí hacia la recepción, donde un señor con bigote me esperaba con una sonrisa de oreja a oreja. 

–       Buenos días – saludé – querría una habitación con vistas hacia el mar, por favor, me quedaré unos días.

–       Pues ha tenido usted suerte señor, porque en este momento nuestro hotel de infinitas habitaciones está completo – contestó el hombre.

La confusión que me creó ese instante fue clarísima, al mismo tiempo que el hombre me entregaba una llave con el interesante número 1729. Después de instalarme, agarré mi maletín y fui a dar una vuelta por las calles de la ciudad. Hasta hace un tiempo yo era un tipo muy indeciso, aunque ahora no lo tengo tan claro, porque por fin había emprendido un viaje que podía cambiar mi vida. Durante los últimos años, después de dos intentos fallidos por iniciar una carrera y quemar mi juventud en las noches más locas, de trabajo en trabajo, quedó patente que yo era la persona indicada para realizar las tareas más difíciles, porque con lo vago que era siempre encontraba la forma más fácil de hacerlo. No obstante, al final de todo aquello, lo único que tenía claro es que había sido el que más había aprendido de mi oscuro entorno de amigos, precisamente porque había sido el que más veces había caído derrotado.

Cuando era pequeño, mi figura de referencia siempre fue mi abuelo, que con el objetivo de que saliera una persona de provecho, me repetía una y otra vez: “si encomiendas a un hombre más de lo que puede hacer, lo hará, pero si solamente le encomiendas lo que puede hacer, no hará nada”. Cuando volví de quemar mi juventud mi abuelo torció el rostro con amarga indiferencia y puede que el recuerdo de aquella aseveración me llevara a tomar la decisión de  estudiar Derecho. No obstante, he de confesar que aquel anuncio que vi en el periódico me animó a emprender esta aventura: “nuestra universidad promete a sus alumnos que sólo le pagarán sus enseñanzas cuando ganen el primer caso”. Con ese lema deben ser muy buenos, pensé, tan seguro de ello como de que no existen frases de seis palabras.

La entrevista en la universidad era las siete, por lo que aún tenía varias horas para empaparme del ambiente de la ciudad que, si me aceptaban, sería mi hogar durante unos años. A unos cientos de metros de donde me encontraba, un puente de madera daba acceso a un jardín botánico repleto de flores y plantas, en el que pensé poder repensar con tranquilidad las posibles respuestas de mi entrevista. Rodeado por un riachuelo, el puente parecía el único acceso posible al parque, así que me encaminé hacia allí. Al poner un pie sobre los tablones del puente, una mujer vestida con un uniforme amarillo salió a mi encuentro.

–          Hola caballero, debo informarle que el paso a este parque es gratuito únicamente para aquellas personas que dicen la verdad. Los que mienten pagan un alto coste si quieren acceder a este pacífico espacio. Y no crea que no sabremos si miente, tenemos un sistema infalible de control de mentiras, ¿por qué se cree que viven aquí todos los alcaldes del país?

No era de allí y llevaba pocas horas, pero tampoco conocía sus sistemas de detección de mentiras y el poco dinero que llevaba no quería gastármelo en algo que me parecía estúpido. Pero aquel parecía el lugar más tranquilo para preparar mi reunión y haciendo uso de la rapidez mental que había heredado y aprendido de mi abuelo le contesté:

–          Hoy voy a pagar por pasar por el puente de acceso al parque.

La mujer, perpleja por la contestación, se limitó a mirar al cielo murmurando pensativa, como en esos momento en los que se nos queda la mente en blanco y lo vemos todo muy negro. Aprovechando la situación crucé el puente discretamente y me adentré en el parque. Después de caminar unos metros, un grupo de gente se apelotonaba alrededor de una pantalla de plasma que parecía funcionar con baterías solares. Los contertulios habituales de política de Tele 5  presentaban sus argumentos sobre los próximos comicios, mientras que un buen puñado de jóvenes apostaba por ligarse a la gente con bonitas caras para ganar las elecciones. Menos mal que para mí la televisión siempre ha sido una fuente de cultura, cada vez que alguien la encendía me daban ganas de irme a la habitación de al lado a leer un libro.

En una esquina de la plaza central, un atril elevado, a modo de speak corner, invitaba a los paseantes a decir unas palabras bajo el siguiente lema: “El hombre busca respuestas, pero siempre encuentra preguntas”. Un hombre vestido con un traje negro y una corbata blanca subió al estrado.

–          ¿Se han dado cuenta alguna vez que nuestro mundo está loco por culpa de los cuerdos? – comenzó – La  guerra es un lugar donde personas que no se conocen y no se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian pero no se matan, además, invocando cuestiones racionalmente muy convincentes.

Ante esta aseveración, un hombre de cuyo cuello colgaba un símbolo pacifista alzó la voz:

–           ¡Joder, a esos violentos que hacen la guerra habría que molerlos a palos uno por uno! Mi abuelo y mi padre fueron personajes políticos de esos que llaman “grandes estrategas” y dicen que consiguieron hacer de nuestra tierra un país uno, grande y libre. Me encantaría volver hacia atrás en el tiempo y asesinar a mi abuelo antes de que hubiese concebido a mi padre. Ay – suspiró – ahora me recordarían como un héroe por haber evitado tanto sufrimiento.

Todo el mundo alrededor soltó una gran carcajada como respuesta, excepto una mujer de pelo canoso que escuchaba atenta al lado de donde yo me encontraba.

–          Todo el mundo se ríe… ¿a usted no le hace gracia? – le pregunté

–          La risa es una cosa muy seria, joven, no debemos usarla a la ligera.

Perplejo, proseguí mi camino por la plaza central hasta un pequeño puesto de bisutería. Sobre un paño negro, cientos de pequeños diamantes brillaban al reflejar el sol. El precio era ridículo y lo primero que me vino a la cabeza fue comprarlos todos para revenderlos en mi ciudad, puesto que con la diferencia podría costearme un año de mis estudios. El hombre que atendía el puesto tenía una pequeña nevera en la que sólo había agua y el calor apretaba de tal manera que decidí coger una botella. Al ver el precio del líquido elemento se me calló la botella de las manos del susto. Cogí un diamante, recogí la botella del suelo, miré ambas cosas y luego miré al mercader ambulante.

–          ¿Qué esperaba, que una baratija brillante fuera más cara que un elemento que el ser humano necesita para sobrevivir?

Aún no me había recuperado del episodio del agua cuando, mientras bebía para calmar mi sed, el hombre de la corbata blanca se acercó por mi espalda.

–          ¿Es usted nuevo por aquí, no, no le había visto nunca por el parque? – me preguntó.

–          Sí, – asentí – me pareció muy interesante lo que dijo antes, desde el atril. ¿Todos los discursos suelen ser así?

–          Bueno, hay de todo, unos mejores, otros peores… Pero la mayor parte de los que hablan son unos pretenciosos engreídos, sólo los genios somos modestos – me dijo acercándose a mi oreja para que nadie lo oyera – ¿Y qué le trae por nuestra ciudad?

–          He venido a hacer una entrevista de ingreso en la Universidad, quiero estudiar Derecho – le contesté.

–          ¿De veras? – exclamó emocionado – Soy profesor en esa rama del saber. Soy experto en asesoría fiscal y tengo mi propio despacho, es un filón enorme ahora mismo, no sabes lo que la gente está dispuesta a pagar por ahorrar algo de dinero.

¿Un experto, de esos que saben cada vez más sobre menos cosas hasta que saben absolutamente todo acerca de nada?, pensé. El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita que me entregó sonriente.

–          Si necesitas cualquier cosa, llámame, te puedo ser de ayuda. Y tranquilo, que les hablaré bien de ti a los del tribunal.

En la parte delantera, un nombre, un teléfono, el logo de la asesoría y una inscripción: “La información del otro lado de esta tarjeta es verdadera”. Le di la vuelta y encontré el mismo nombre, el mismo teléfono, el mismo logo y una inscripción diferente: “La información del otro lado de esta tarjeta es falsa”.

Aturdido después de tantas experiencias, la hora de la entrevista se iba acercando, así que abandoné el parque por el mismo puente por el que había entrado, donde la mujer seguía pensando, cogí un taxi y aterricé rápidamente en el campus universitario. Pregunté por la facultad de Derecho y me enviaron hacia un edificio futurista, pero que su fachada estaba dominada por dos columnas clásicas, que sustentaban un friso con grabados y un forntón triangular.

–          Jaquim y Boaz sostienen la sabiduría, ¿no es maravilloso? – apuntó una chica joven detrás de mí. Todo cuanto es moderno en nuestra vida se lo debemos a los griegos – continuó diciendo con ensimismamiento antes de seguir su camino.

Penetré en el edificio y en un cartel del Hall busqué la oficina donde tenía la entrevista. Al pasar por la primera planta, una cristalera separaba el pasillo de una estancia de la que mi vista no lograba percibir el final. Asombrado por lo que veía, busqué la mirada cómplice de alguna de las personas que pasaba por allí, hasta que un hombre se detuvo junto a mí para observar al ejército de monos escribientes.

–          ¿Eres nuevo, no? A los nuevos siempre les choca. Este es el proyecto más innovador por el que ha apostado la Universidad siempre. Es más, si preguntas por ahí te darás cuenta de que nadie sabe con certeza cuándo empezó porque siempre ha estado ahí, ni tampoco nadie sabe con certeza cuántos monos hay.

–          ¿Y qué hacen?, pregunté extrañado.

–          Una de las reivindicaciones de la Universidad siempre ha sido que se prohibiera la lista de libros prohibidos, de manera que pudiésemos leerlos, y como los alcaldes nunca nos han hecho caso decidimos poner a los monos a escribir – me explicó

–          ¿Y el resultado? – proseguí.

–          Bueno, por el momento hemos conseguido que escriban varias obras de Shakespeare, el Señor de los Anillos, algunas obras francesas del XVII y otras obras menores, pero ningún libro del catálogo de libros prohibidos. Además, tenemos encima a los animalistas, porque tratamos de ir sustituyendo el proyecto de monos por uno de personas pero hemos conseguido mucha mayor eficiencia con los primates que con las personas, por lo que la demanda de monos de la selva cada vez es mayor porque se extiende en el tiempo y nos acusan de estar esquilmando la naturaleza.

Con prisa, el hombre me indicó mi destino y se despidió cordialmente. Ya era la hora, así que llamé a la puerta con los nudillos y me recibieron tres personas que después de darme la bienvenida comenzaron a lanzar preguntas.

–          Sabe que esta institución es para gente que no profesa ninguna religión…

–          Soy ateo, lo juro por Dios – interrumpí atropellado

–          No se preocupe, está usted admitido porque hemos recibido muy buenas referencias y no hay vuelta atrás, está usted dentro – dijo sonriente el hombre que se encontraba en el asiento central, que comenzó a leer los mandamientos que regían la formación en aquel programa de Derecho:

1. La gente es ilógica, irrazonable y egocéntrica. Ámalos, de todas formas.

2. Si haces el bien, la gente te acusará de ocultar motivos egoístas. Haz el bien, de todas formas.

3. Si tienes éxito, ganarás falsos amigos y verdaderos enemigos. Ten éxito, de todas formas.

4. El bien que hagas hoy, será olvidado mañana. Haz el bien, de todas formas.

5. La honestidad y la franqueza te harán vulnerable. Se honesto y franco, de todas formas.

6. Las más grandes personas con las ideas más grandes pueden ser derribados por las personas más pequeñas con las ideas más pequeñas. Piensa en grande, de todas formas.

7. La gente ayuda a los desamparados pero sigue a los que tienen demasiado. Pelea por los desamparados, de todas formas.

8. Lo que lleva años construirse, puede destruirse en un día. Construye, de todas formas.

9. La gente necesita ayuda, pero puede atacarte si los ayudas. Ayuda, de todas formas.

10. Da lo mejor de ti al mundo y vas a ser humillado. Da lo mejor de ti, de todas formas.

Cuando terminó de leer, claramente confuso por todo lo que había vivido en aquella ciudad durante el día, le dije:

–          Sabe, no pierda el tiempo conmigo, rechazaría cualquier caso que me dieran al acabar la carrera y así eludiría el pago de los estudios por no haber ganado ningún caso.

–          ¡Le demandaríamos si hiciera tal cosa! – gritó con ira.

–          En tal situación, siguiendo los compromisos de su anuncio, si le pagara entonces sería porque habría perdido el litigio y, por tanto, estaría exento del pago, pero si no le pagara, tendría que abonar el dinero de las enseñanzas porque habría ganado mi primer caso…

Sin pensarlo, agarré la puerta dejándolos con la boca abierta, fui en busca de mi coche y me volví para casa, porque la verdad es que mi tiempo en un lugar como aquel me iba a costar mucha vida, aunque siempre me quedará el decálogo como aprendizaje.

U. del Campo – 9/6/2016

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