Mucho se habla en la actualidad sobre la pérdida de valores en la sociedad moderna y, pese a que no les falte parte de razón a quienes ello sostienen, permítaseme que inicie este breve ensayo cuestionando la mayor.
Ya decía Marco Aurelio que había que tener presente que, pasase lo que pasase, los hombres siempre serían hombres y, ciertamente, los manuales de historia le han dado la razón al romano.
No busquemos, pues, en el pasado una Edad de Oro de la Humanidad que pueda servirnos de paradigma de convivencia. Simplemente, no la ha habido. No podemos engañarnos pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor y olvidar que nuestra historia está construida, principalmente, a base de violencia, odio, intolerancia, opresión, egoísmo e ignorancia.
Causa de lo anterior es la propia naturaleza del ser humano, cuyo reducto más íntimo lo constituye un libre albedrío en cuyo ejercicio el individuo y, por ende, la sociedad en la que se integra se han dejado guiar, habitualmente, no por altos ideales sino por los instintos más bajos.
No obstante lo anterior, también encontraremos hombres que, aisladamente o en grupo, han pretendido construir una sociedad mejor buscando lo que nos une y entendiendo lo que nos diferencia, una colectividad en la que la diversidad se considerase una riqueza que había que respetar y conservar y no una amenaza que había de reprimirse a toda costa.
Desgraciadamente, las estructuras de poder no pueden sostenerse largo tiempo sin un pensamiento único, sin unos valores impuestos cuyo ataque pasaba directamente a considerarse como un ataque al poder mismo. Por tanto, la historia del hombre es también la historia de la persecución y eliminación de todo aquel que se permitiera poner en duda ese absolutismo moral tan necesario para sostener los absolutismos políticos que hasta no hace no tanto – y aún en la actualidad – han articulado el mundo moderno.
En general, pocos hombres se han arriesgado a cuestionar la moral imperante de la época. El hambre, las guerras, la pobreza y el miedo a la arbitrariedad del más fuerte tampoco han sido el mejor campo de cultivo para sacar del individuo sus valores más nobles. Durante siglos, los súbditos – que no ciudadanos – se limitaron a sobrevivir y pronto aprendieron que pensar era un lujo que podía costarles la vida, si antes no lo hacia la hambruna, la guerra, o el propio instinto de supervivencia de otros que preferían matar a morir.
No eran buenos tiempos para practicar la tolerancia, el amor, la solidaridad, o el librepensamiento ni menos para predicarlos. De hecho, toda persona o grupo que haya sostenido estos valores ha sido sistemáticamente calificado como peligroso no sólo por el poder sino, lo que es más penoso, por los demás hombres.
Siguiendo con este hilo discursivo, deberíamos esperar razonablemente que una vez que el mundo se configurara como un grupo de sociedades democráticas en las que al individuo – por el mero hecho de serlo – se le reconocieran una serie de derechos y libertades inalienables, habría de llegar la verdadera Edad de Oro de la Humanidad.
Pues bien, esa situación idílica todavía no se ha producido y ello, en primer lugar, porque la evolución histórica ha generado un mundo marcado por las desigualdades no sólo entre países sino también, dentro de los mismos. Lamentablemente, en muchos lugares del planeta, el hombre sigue muriendo como consecuencia del hambre, de la guerra o del brazo armado del pensamiento único y excluyente de turno.
El estudio de las razones de ese desequilibrio excede, sin duda, el objetivo de este humilde ensayo pero no es necesaria una reflexión demasiado profunda para concluir que muchas de las actitudes dogmaticas, egoístas, intolerantes o, simplemente, miserables que han movido a hombres y sociedades en el pasado siguen hoy tan vigentes como entonces.
En todo caso, parece que nos ha tocado la cara de la moneda. En principio y pese a la situación económica actual, España – según nuestra propia Constitución – se constituye en un Estado Social y Democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia, la igualdad, y el pluralismo político. Y por ese mismo mandato constitucional, dichos valores deben inspirar las leyes que rijan nuestra convivencia y, por tanto, el modo de relacionarnos los unos con los otros.
Una vez planteado lo anterior, sólo nos queda preguntarnos si – en la España de hoy- reconocemos esos valores como propios; cuestión ésta que se plantea no sólo respecto de cada uno de nosotros sino también y muy singularmente, respecto al conjunto de nuestra sociedad. Y si bien la anterior pregunta podría plantearse en el marco general de los países democráticos y con economías desarrolladas, la evolución política y social por la que ha atravesado España en el siglo XX configuran una realidad axiológica específica y peculiar que es necesario analizar por separado.
Pocos discuten que los cuarenta años de dictadura del General Franco se basaron en la imposición de una moral identificada con los dogmas del catolicismo más conservador y en la represión de toda forma de libertad, tanto individual como colectiva. Muchos españoles crecieron con la certeza de que pensar diferente era un grave pecado y un delito, identificándose – como en plena época medieval- poder terrenal y espiritual de la forma más burda.
Obviamente, esa estructura autocrática llegó a suponer un anacronismo insostenible en la Europa democrática de finales de los años sesenta y principios de los setenta, dando paso mediante una meritoria transición política a la España de hoy en día.
Pues bien, la tesis que yo sostengo es que la rapidez con que se produjo el cambio político en España no fue asimilada axiológicamente con la misma celeridad por la sociedad española lo que, sin duda, generó dificultades para asumir como propios los valores democráticos inherentes a la nueva articulación de derechos y libertades fundamentales que la Constitución predicaba de todos.
Frente a otros países de nuestro entorno con sociedades democráticas consolidadas que contaban ya con un sólido sistema de valores, España aparecía como una sociedad inmadura de ciudadanos que – en muchos casos – todavía pensaban como súbditos. De hecho, durante las tres décadas inmediatamente siguientes a la llegada de la democracia, los españoles hemos construido nuestros valores de forma completamente disfuncional.
Por un lado, la sociedad – en un típico movimiento pendular – consideró como bueno todo lo que antes se calificaba de malo y así la falta de libertad dio paso a una generación marcada por los excesos que, en muchos casos, olvidó que el ejercicio racional de los derechos suele ser la medida justa de los mismos.
Por otro lado, y también por oposición, valores tradicionales de la sociedad española como el esfuerzo y el respeto que – en cierta manera – habían sido distorsionados por el régimen anterior en su propio beneficio, desaparecieron en su versión más amable y constructiva.
Y así, de la disciplina escolar más rancia pasamos a las modernas teorías pedagógicas en las que las palabras “exámenes”, “obligaciones”, “respeto” y “educación” debían ser rechazadas por represivas. Las consecuencias de ello son por todos conocidas: en el contexto de un profesorado al que se le ha privado de toda autoridad, el esfuerzo – absolutamente necesario en la educación- ha quedado proscrito en las aulas. De nuestros colegios salen generaciones de jóvenes cuyo nivel cultural bordea la mediocridad, acostumbrados a exigir pero no a que se les exija.
Paralelamente, el concepto de familia como núcleo estructurador de la sociedad fue duramente criticado por reaccionario, diluyéndose la autoridad de los padres en un `colegueo’ que poco favorecía a uno hijos que crecieron ignorando el significado de la palabra “No”.
Complementario de lo anterior ha sido el papel de los medios de comunicación. Empezó a forjarse una cultura del éxito rápido, puramente material y vacío de auténtico contenido, en la que la utilización de atajos, lejos de merecer el reproche social, se entendía como un ardid de los más listos. Hoy en día y no sólo en España sino en todo el mundo occidental, el triunfador es – ineludible – rico, famoso y estéticamente bello.
Asistimos por lo tanto, a un fenómeno de “infantilización” social e individual. Nos hemos convertido en niños egoístas, en pequeños dictadores que rechazan toda forma de autoridad, considerando al Estado como una institución que nos es ajena y a la que hay que engañar y no como la estructura de la que democráticamente nos hemos dotado como sociedad para la consecución de logros comunes.
El español medio tiene, por tanto, adormecida su conciencia de ciudadano habiéndose convertido en súbdito de otros poderes distintos a los anteriores pero a los que, igualmente, se somete como absolutos. Y si esta situación era desalentadora hace diez o quince años, la crisis económica actual ha sacado a la luz muchos de los vicios de la sociedad española que pasaron más o menos camuflados durante la anterior época de bonanza. El sistema bancario, la Iglesia, los agentes políticos y sociales y las más altas Instituciones del Estado enferman de gérmenes que nacieron en los años setenta y a los que no nos hemos enfrentado como sociedad.
Mucho es el trabajo que queda, individual y colectivo. Y del mismo modo que no hay catedral sin canteros eficaces, tampoco hay sociedad sin ciudadanos conscientes de sus derechos pero también de sus obligaciones. Seamos pues, conscientes de nuestras debilidades, conozcámoslas a fondo y encarémoslas con valor.
Es necesario despertar, observar, comprender y actuar; porque sólo sacando lo mejor de nosotros mismos y respetando lo mejor de los demás saldrá a la luz lo que nos une y enriquecerá lo que nos diferencia.
Y como reza la inscripción de la taza que tengo en mi mesa de trabajo: “No te estoy diciendo que será fácil, te estoy diciendo que valdrá la pena”. Estoy seguro de que hasta nuestro desconfiado Marco Aurelio haría suya esta aseveración.
Fernando B.