El globo terráqueo cabe en diecinueve pulgadas aunque si apuramos un poco esta idea y vemos procedencias en los objetos que nos rodean, en apenas unos metros cuadrados, somos capaces de encajar todo el ancho mundo. Claro que la imagen no es tan azul y hermosa como una foto desde la estación espacial y por eso cuesta ver el planeta esparcido por el escritorio pero por aquí anda, tan desordenado en mi mesa como revuelto en un telediario. China parpadea a mi diestra en el led, rojo, del ratón y Korea, a la siniestra, le responde vibrando en el móvil. Y entre ambos no menos de diez patentes estadounidenses me observan desde el ojo suizo del logo del teclado de armazón canadiense, pero de corazón tailandés, que se levanta orientado hacia la luz, del monitor, que ilumina. Las plegarias de mis dedos invocan a la nueva gran G y su respuesta tarda en llegar exactamente 0’5 segundos en forma de 8.380.000 resultados en un alarde de velocidad y abundancia porque ya en los primeros enlaces encuentro lo que andaba buscando. Y tampoco tenía tanta prisa (1).
En los ratos perdidos me pregunto qué hubiera dado cualquiera de los humanos geniales que nos precedieron no ya por tener a su alcance toda la cantidad abrumadora de información, un verdadero registro akáshico hecho de éter digital (2), que se nos cede libremente a través de la red de redes sino por tener solamente algunos de los conocimientos que tiene cualquier escolar en la actualidad. ¿Qué habría pensado, por ejemplo, Demócrito si hubiera conocido la tabla periódica, o Gutenberg si hubiera sabido de internet, o cómo habría escrito Morse en un grupo de WhatsApp?
«Al parecer, dice el Banco Mundial sobre la globalización, no existe una definición exacta y ampliamente aceptada» (3). Estamos ante otro de esos conceptos que creemos tener muy claros hasta que intentamos pintarle los detalles y entonces se nos escurre como el silencio entre los espacios de los puntos suspensivos que uno deja caer al final de una frase para hacer creer que tras ellos hay mucho más pero que… El FMI sitúa su inicio en la pasada década de los 80, otros lo retrotraen al mercantilismo de Adam Smith y existen, incluso, corrientes más críticas que ya consideran como tal la Conquista de América en el siglo XV. Dice el FMI que la globalización «es un proceso histórico, el resultado de la innovación humana y el progreso tecnológico» que ha provocado la integración de las economías a través del comercio y los flujos financieros aunque a veces se usa indistintamente para referirnos al desplazamiento de personas (mano de obra) o la transferencia de conocimiento (tecnología). Y añaden, con la candidez de un niño, que puede abarcar, además, aspectos culturales, políticos y ambientales más amplios. Con todo el meollo de toda la cuestión se evidencia en los siguientes párrafos que copio literalmente de la propia página del Fondo Monetario: La globalización es «la prolongación más allá de las fronteras nacionales de las mismas fuerzas del mercado que durante siglos han operado a todos los niveles de la actividad económica humana: en los mercados rurales, las industrias urbanas o los centros financieros. Los mercados promueven la eficiencia por medio de la competencia y la división del trabajo, es decir, la especialización que permite a las personas y las economías centrarse en lo que mejor saben hacer». Es posible que Publio Cornelio Escipión Emiliano, alias Escipión el joven (4), pensase algo parecido, en el 133 a.c., mientras paseaba por los restos en llamas de Numancia entre los cadáveres de esos correosos arévacos que habían decidido descolgarse del proceso histórico de integración de economías que en esos momentos estaba llevando a cabo Roma en la península Ibérica. Un proceso, todo hay que decirlo, al que no le faltaba ningún detalle de los que enumera el FMI: ni el desplazamiento de la mano de obra ni la trasferencia de tecnología, ni la división, competencia y especialización del trabajo dentro de las legiones romanas que les permitía, sin duda, hacer lo que mejor sabían hacer: extender el latín. A mí me divierte imaginar al bueno de Escipión sopesando el peso y maniobrabilidad de una falcata mientras medita sobre los aspectos culturales, políticos y ambientales de lo que, con una total y absoluta falta de ambición y una escasa visión comercial, algunos titularon en los manuales escolares con un escueto «Tema 3: La Romanización de Hispania».
En mi opinión «Globalización» suena mucho mejor, lleva más porte, y, lo mejor de todo, no tiene uno la sensación de que la potencia egemónica de su época ha eliminado los muros, antaño también de barro y piedra, arancelarios para, de tú a tú, tan de tú a tú como un combate entre tú y Mike Tyson, poder competir amistosamente con su industria hiperdesarrollada, intercambiando una tecnología capaz de explotar hasta «Las Médulas» los recursos naturales como quien sorbe la Coca-Cola con pajita. Mientras integra, evitando machadas como la de Ségeda y Numancia, los ejércitos extranjeros dentro de sus propias estructuras militares para defenderse del enemigo común o defenderlos a ellos de los suyos; tanto da, ahora que todos somos amigos. Por algo los malvados rusos tenían países satélites mientras que los siempre afables estadounidenses cuentan con naciones aliadas.
Las palabras sobre el asunto de las principales instituciones globalizadoras suenan a ejercicio de camuflaje. ¿Por qué sino ponerle un nombre específico a algo cuya descripción resulta tan generalista que es aplicable a casi cualquier época? Sin duda la globalización tiene sus propias peculiaridades que la diferencian unívocamente del resto de momentos de nuestra historia pero no son las que dicen el Banco Mundial, ni el Fondo Monetario Internacional. No es la libertad de circulación que, contrariamente a la creencia popular, está gravemente restringida desde el final de I Guerra Mundial con la implantación del pasaporte; en los tiempos modernos, gracias al ferrocarril y antes de la Gran Guerra el mundo era un lugar abierto. Ni es el intercambio comercial a nivel global que parece que hayamos inventado ahora olvidando que, por ejemplo, la antiquísima ruta de la seda conectaba ya China con Occidente hace más de dos mil años. Tampoco son los avances tecnológicos que aun siendo sorprendentes y lo son, proporcionalmente, en menor medida que los sucedidos a finales del siglo XIX. Si creemos que internet ha reducido el planeta en un mundo en donde ya existía el teléfono y la comunicación por satélite pensemos en lo que supuso el telégrafo cuando la información que tardaba semanas en cruzar el Atlántico empezó a llegar casi de forma inmediata. No, la Globalización no tiene nada que ver con todos estos aspectos positivos que nos han acompañado desde el inicio del neolítico hasta la actualidad.
¿Qué es la Globalización? En mi opinión la Globalización es, llanamente, una transferencia de poder. Es una ideología, más aún, una utopía en la que las naciones, razas o credos han sido sustituidos por las multinacionales y por sus marcas. Un sistema económico en el que los Parlamentos democráticos de representación ciudadana han perdido su fuerza frente a los consejos de dirección erigidos, supuestamente, por los consumidores, en donde las libertades y los derechos civiles han sido reducidos a una hoja de reclamaciones en consumo. Una nueva legislación en la que los aranceles son eliminados mientras se refuerza un absurdo sistema de patentes que permite a una multinacional arrogarse el uso absolutista de un color, una forma geométrica, un sonido e, incluso, del código genético de la humanidad. El mundo convertido en un negocio y el ser humano y la tierra que habita en mercancías, en objetos cuyo valor se fija, como cualquier otro producto, en los mercados internacionales. El gobierno del beneficio, por el beneficio y para el beneficio. La entronización del libre mercado por encima de las sociedades en la creencia, esotérica, de que el ser humano sólo puede ser gobernado, con justicia, por fuerzas invisibles ajenas a sí mismo, por unas leyes naturales subyacentes que ni son naturales ni subyacen en otro sitio que en la imaginación calenturienta de algunos economistas y políticos interesados que repiten los mantras del Consenso de Washington, o de cualquiera de sus versiones, como si fuesen axiomas. La globalización es la negación de la humanidad.
Enrique I.
(1) En un alarde de velocidad, abundancia y tremendas mentiras porque si picado por la curiosidad de saber sobre qué demonios versará el último enlace de esos más de 8 millones cuya precisión va disminuyendo, como en el juego del teléfono roto, conforme pasan las páginas de resultados el navegante enfilara su rumbo al final del buscador comprobaría, decepcionado, que estos se cortan antes de llegar al medio millar. Un océano infinito… del tamaño de una charca.
(2) No por nada el protocolo de red local que rige prácticamente en todos los ordenadores del mundo para acceder al enrutador que, a su vez, nos da acceso a internet es el protocolo ethernet, literalmente, la red a través del éter. Le pudieron haber puesto al protocolo cualquier otro nombre pero, por algún extraño motivo, este resulta tan inapropiado como perfecto.
(3) http://www.bancomundial.org/temas/globalizacion/cuestiones1.htm
https://www.imf.org/external/np/exr/ib/2000/esl/041200s.htm
(4) Para diferenciarlo de los otros siete Publios Cornelios Escipiones de la familia. Alejandro Jodorowsky tienen que entrar en trance pensando en esta familia.