La problemática cardinal a la que se enfrentan las sociedades del siglo XXI es que el individuo se concibe como algo ajeno a dicha sociedad, relegado del propio seno social, apartado por la impersonalidad e indiferencia que la sociedad contemporánea ejerce hacia los individuos que la componen.
Entre los habitantes de este principio de siglo se ha instalado el egoísmo, el individualismo y la instrumentalización de la sociedad para servir a los fines propios. Un “sálvese quien pueda” perpetuo no puede constatar el triunfo social de más de dos mil años de historia social. No puede ser esa la cumbre de los valores de la democracia ateniense, del senado romano o de los propios padres de la ilustración.
Quizá, la pérdida de valores en las sociedades contemporáneas se deba a los constantes procesos de complejidad, que han ido derivándose de las nuevas necesidades sociales y modelos nacionales; quizá, esta deriva más descarnada haya olvidado algunos de los pilares fundacionales que definen qué y cómo debe ser una sociedad.
En sus inicios, el instinto gregario es lo que marca antropológicamente la necesidad que da como resultado la creación de un modelo social. La familia es la primera sociedad en la que el hombre se ve inmerso, más tarde, se dará cuenta de que el conjunto de clanes familiares establecen un segundo circulo de relaciones basadas en la cooperación y la ayuda mutua.
Entendida pues, la sociedad como un conjunto de familias entrelazadas en una delimitada geografía, cabe preguntarse en qué momento la historia y la teoría distan tantísimo de la práctica y la actualidad. Cabe dudar de si verdaderamente vivimos en sociedad o, por el contrario, el hombre es un lobo para el hombre como citó el filósofo británico Thomas Hobbes del célebre comediógrafo latino Plauto.
La clave para recuperar los valores que ensalzaron a la humanidad, gracias a la creación de las primeras sociedades, complejas es volver la vista atrás; volverla hacia una etapa de tradicionalismo bien entendido, hacia un entendimiento más familiar y menos impersonal.
Esta tradición se puede observar en las culturas nórdicas, la llamada cultura del frio, en aquellos pueblos que, asediados por la inclemencia, están educados en la ayuda mutua:
Es admirable de esta cultura del frio su alto concepto de la hospitalidad, de la familia y del tesoro que suponen los hijos. Es admirable también el valor de la honra individual, el buen nombre de su linaje y el rechazo social al uso de la mentira.
Por esto, debemos preocuparnos por construir de nuevo la sociedad; devolverle los valores que la hicieron grande, recuperar el calor de las personas, dejar de lado el individualismo atroz para comprender que la sociedad la conformamos todos, relegar el envilecimiento que ha mermado el bienestar social, que ha herido este proyecto por el que tanto lucharon nuestros antecesores.
Debemos reconstruir de entre estas ruinas la fe en el ser humano; reconciliar el perdón con el pasado, elucidar las zozobras del presente, esperanzar las promesas del futuro. Solo de este modo el ser humano puede llegar a sentirse pleno, solo así podemos aportar lo mejor de cada uno a la sociedad, solo bajo estas premisas podemos creer en el progreso, en avanzar, en construir un mundo mejor que sea de todos y para todos.