En términos generales la globalización ha sido definida como un proceso económico, tecnológico, político y cultural a escala planetaria que se basa en una creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo, que con mayor o menor rapidez, han ido uniendo sus mercados, sociedades y culturas, a través de una serie de transformaciones sociales, económicas y políticas de carácter global. Este proceso es identificado, a menudo, con los cambios producidos en el seno de las sociedades que viven bajo el capitalismo democrático o la democracia liberal y que han abierto sus puertas a la revolución informática. Sin duda, el fenómeno de la globalización ha traído importantes cambios en el mundo, pero cabe preguntarse: ¿es sostenible en todos los aspectos a los que afecta? El sociólogo estadounidense George Ritzer, en su libro McDonaldization of Society, publicado en 1995, describe un proceso de asunción, por parte de la sociedad, de las características de un restaurante de comida rápida. La McDonaldización supone una renovación del concepto de racionalidad, a través del cual se observa dislocamiento de aquello que es tradicional frente a otros modos de pensar relacionados con la racionalidad y lo que se conoce como administración científica. Ritzer basa su teoría en los cuatro pilares que sustentan este proceso: La eficacia, el cálculo, la predicción y el control; tras cuyo análisis el autor concluye que se puede llegar a una situación de irracionalidad del sistema irracional, de manera que la mayoría de estos sistemas pueden llegar a funcionar al margen de las personas que ocupan los cargos rectores, generando un sistema de control que encerraría a los ciudadanos en una jaula de hierro. Además, dice, existe el riesgo de que algunas personas con determinado poder puedan conseguir el control sobre los sistemas y controlar a la sociedad, un hecho que ha derivado en monopolios y otras manipulaciones del mundo de las que hemos sido testigos durante las últimas décadas.
Desde este punto de partida, como fenómeno económico, la globalización ha supuesto la integración de las economías locales a una economía de mercado mundial donde los modos de producción y los movimientos de capital se configuran a escala planetaria, cobrando mayor importancia el rol de las empresas multinacionales y la libre circulación de capitales, junto con la implantación definitiva de la sociedad de consumo. En este sentido, el modelo desarrollista, basado en la explotación continuada de los recursos y en el crecimiento constante que fomenta el aumento de la producción usando la tecnología y la ciencia para ello sin tener en consideración el medio ambiente, se ha impuesto en el marco de la globalización económica, generando la famosa paradoja del crecimiento ilimitado en un mundo limitado y con tiempos de regeneración que actualmente son inferiores a los tiempos de consumo impuestos por el ser humano. Si no somos capaces de revertir esta situación, caminaremos hacia el llamado síndrome de la Isla de Pascua: “En tan solo unos pocos siglos, los habitantes de la isla de Pascua arrasaron sus bosques, empujaron sus plantas y animales hacia la extinción, y vieron como su compleja sociedad entró en una espiral que les llevó al caos y el canibalismo. ¿Será que vamos a seguir su ejemplo?”, recogido en la obra Colapso, de Jared Diamond, publicada en 1995.
La globalización, desde luego, nos permite disfrutar en España de excelentes vinos chilenos o sudafricanos, arroz indio o chino, ternera argentina o cereales australianos, pero ¿es esto sostenible y responsable? Hace pocos días, comprando en un supermercado de mi barrio, vi una lata de espárragos etiquetados como Navarros, pero de origen peruano. Asombrado, llamé a un amigo que trabaja en una conservera Navarra y me contó que la empresa que etiquetaba el producto era sólo una comercializadora de espárragos importados, ya que estos se recogían en Perú, se trasformaban en China y viajaban hasta España, donde el proceso de envasado y etiquetado se considera que aporta un valor añadido más costoso que los procesos anteriores y por tanto puede registrarse como producto propio de la Unión Europea. Ingeniosas leyes las nuestras. Pero claro, ¿es posible que una lata de espárragos venidos desde la otra punta del mundo cueste menos de dos euros? Yo no estoy pagando el precio real de lo que vale, así que alguno de los actores de toda la cadena está pagando la diferencia. ¿Y esos barcos que se pegan meses dando vueltas por los mares y los puertos en función de la variación de los precios, sin descargar sus mercancías durante mucho tiempo? Los piensos y cereales son un ejemplo de esta irracionalidad perversa, que me permite asegurar que los costes asumidos por la humanidad entera en términos de malgasto de energía y contaminación nunca se han tenido en cuenta. Sólo hace falta ver los balances de cualquier empresa para darse cuenta de que, si no queremos acabar colapsando, este tipo de costes hay que empezar a reconocerlos y asumirlos. ¿Por qué creéis, si no, que la racionalidad y el sentido común están haciendo rebrotar las iniciativas de consumo de productos de proximidad o las cooperativas agrarias y de consumo?
En lo cultural, creo que la globalización está poniendo en peligro la singularidad de algunos territorios y tradiciones, que en algunos casos resulta gratificante por la brutalidad de las costumbres, pero que en otros resulta una pérdida preocupante en lo que al estudio antropológico, social e histórico de lo que a la evolución humana se refiere. En el primer caso podemos hablar de ejemplos como la mutilación genital femenina y para el segundo nos vale cualquier fenómeno cultural que forme parte de cualquier territorio, muchos de los cuales siguen vivos gracias a la protección de las Administraciones o a la defensa de grupos de “irreductibles galos” que, desde unos ámbitos u otros, se han empeñado en conservar o recuperar elementos que permiten entender mejor la historia de los pueblos. No obstante, no quiere decir que todas estas manifestaciones sean loables, y como ejemplo pondré la recreación de la Morisma, que se hace binualmente en el pueblo oscense de Aínsa y en el que se conmemora la conquista cristiana de la población tras una brutal matanza de moros.
En lo político, el régimen de libertades de las democracias liberales parece ser el que más aprovechado esta ola globalizadora, con mayor o menor fortuna para los pueblos receptores, en parte debido a los intereses económicos y geopolíticos de los países exportadores de este régimen político, pues les ha costado guerras, muertes y padecimientos infinitos a sus gentes. Pero no seamos tan arrogantes al pensar que desde occidente hemos servido de catalizador para la liberación de los pueblos, ya que fenómenos como el de las Primaveras Árabes, la revolución cubana u otros, han demostrado que la gente a lo largo y ancho del mundo es capaz de demandar libertad con autonomía y soberanía, sin necesitar el amparo paternalista de los llamado países del primer mundo.
Siempre defenderé que todos vosotros y vosotras seáis libres de aprovechar los beneficios de la globalización con libertad, pero me gustaría que reflexionéis sobre la responsabilidad que todos tenemos sobre nuestra propia libertad. Para mí, la libertad parte de la conciencia de la necesidad, tanto individual como colectiva, pero siempre con el objetivo en el horizonte de que todas las personas del planeta puedan acceder a necesidades básicas que aseguren su existencia. ¿No es este uno de los principios que debemos defender como masones en busca de la mejora de las condiciones de vida de los seres humanos que pueblan nuestro planeta? Es indudable que la globalización ha traído oportunidades increíbles, pero este proceso nos demanda atención y responsabilidad. Creo que el espíritu masónico y la fraternidad deben imbuir un proceso que, de no ser tratado con cuidado, nos podría llevar al colapso.
Urko Del Campo Arnaudas