Pensamientos de un padre.
Marzo 2013
El mayor proyecto de una vida, sin duda. Ser padre. Todos tus estudios, trabajos, aprendizajes y fracasos se proyectan en esta faceta. Es tu gran obra para la posteridad, aquello que hablará de ti cuando ya no estés presente. Quizás no te dabas cuenta cuando siendo un niño escuchabas las enseñanzas de abuelos, padres, tíos o vecinos para –inconscientemente interiorizarlas-. Pero en cada uno de esos momentos estaba empezando tu formación como padre.
Si alguien quisiera aislarse de sus experiencias vitales para pretender ser un padre formado –exclusivamente- en sesudos temarios fracasaría. Si por el contrario, algún ingenuo piensa que sin ayuda del exterior, sólo con sus experiencias personales, puede llevar adelante este gran reto de forma exitosa, es un inconsciente.
Tu conocimiento de partida se basa en lo que tú sentías cuando te relacionabas con tus propios padres. Has de recordar los aciertos que ellos tuvieron, para repetirlos; también sus errores, para intentar no perpetuarlos. Esta es la casilla de salida, el punto cero, el arranque. Luego debes aprender a controlar unas inercias nuevas que tus comportamientos no tenían antes y que aparecen con el paso de los años. Algo que nunca te parecía peligroso, de pronto ahora sí te lo parece. Algo que te entusiasmaba, de pronto, no entiendes que a tus hijos les apasione. La ruptura controlada de las reglas paternas es un paso necesario para la libertad, para la madurez, para la transición al ser adulto. Existe una zona fronteriza donde el padre pierde el control y el hijo gana autonomía. Este terreno pedregoso e incierto puede llegar a ser muy placentero. Allí te empiezan a sorprender; allí empiezas a ver los frutos de tu trabajo y allí ellos se dan cuenta de sus capacidades.
Algo que le añade, dificultad e interés, es el matiz de que es una tarea conjunta de ambos padres. Dos personas distintas, con diferentes educaciones y quizás principios. Hay que encontrar espacios para el consenso, hay que unificar la medida de los tiempos, hay que practicar transigencia en aras de un bien común: la educación de los hijos comunes. Hay que tener claro que al final del camino, aún siendo aplicados alumnos, nunca estará la perfección. No estará, porque no existe. Y porque en la naturaleza humana no tiene cabida. El hombre es un ser imperfecto que perpetúa a lo largo de su vida el trabajo por afinarse, por mejorarse, bien lo sabe el pensamiento masónico.
La educación de los hijos es parte sustancial de la relación de pareja, es el cemento que crea un forjado sólido en el árbol familiar. Es el espacio en el que las personalidades se encuentran y deben entenderse. Es la tierra fértil donde cada día se habrá de regar el amor mutuo. Éste que los hijos verán e intentarán replicar en su vida futura. Somos los profesores de su vida, gran responsabilidad. De lo que hoy hagamos nosotros podría depender gran parte de la felicidad futura de nuestros hijos. Nuestros comportamientos les crean pautas, les escriben reglas y les fijan límites.
Es el mejor testamento y la mejor herencia. Una buena colección de valores humanos y éticos. Que distingan el bien del mal. La verdad de la mentira. Que el esfuerzo y el talento sean sus guías en la vida. Que la honradez les ilumine en todos sus actos. En ese momento, el padre sonreirá y pensará: Ha merecido la pena.