No se puede mirar desde las alturas y, sin pisar el suelo, lanzar la profecía: o nosotros o el caos. Este argumento es tan estrecho que perfectamente pasa por el agujero de una aguja.
Las miserias humanas sobre las piedras.
Veintiuna horas de un sábado,
sentado en una silla, con los codos sobre una mesa.
La televisión ante ojos que se humedecen,
sometidos ante las imágenes del mar con sus pedregosas orillas,
sobre ellas cuerpos en diferentes posturas, inmóviles sin aliento sin vida.
El agua del mar los ha bañado, venían puros sin mácula de un viaje no deseado.
Su único pecado: huir del hambre, de las miserias humanas,
de las ruinas, de los techos que cobijaron sus ilusiones de vida;
sobre ellas volando avances tecnológicos,
lanzando enormes bloques de hierro
que destruyen todo lo que alcanza su onda expansiva.
Los que sobreviven no poseen nada, solo un hatillo y la ropa que les cubre.
En otros lugares, con tierras fértiles o arenosas, hay lujosos rascacielos.
Desde ellos seres embalsamados que no pestañean, endiosados divisando el escenario.
Cómo es posible que, después de tantos miles de años, no aprendamos del pasado.
Desencantado, intento visionar las ruinas, ensordecido por los estruendos y el polvo,
sólo me queda la esperanza de soñar que los imperios cambian o mueren.
Y el tiempo nos dará un amanecer nuevo, donde la historia no tenga hojas en blanco.
Hubo tiempos, ya muy lejanos, donde la tierra no era una propiedad sino un lugar habitable. Soñar con la utopía que esto nunca debió cambiar no nos da la solución a otro mundo diferente. Pero si caminamos pisando ese suelo que nos sostiene, nos daremos cuenta de que cada huella es diferente, pero necesaria para la supervivencia de este maravilloso planeta que llamamos La Tierra.
Jesús Aznar (6-2-2016)